Parece confirmarse lo que crecientemente se venía sospechando desde principios de año, que finalmente el Gobierno no abordará la derogación de la reforma de pensiones aprobada por el PP en 2013, ni tampoco el establecimiento de un nuevo modelo de financiación de la Seguridad Social que permita, primero, cerrar rápidamente, en unos pocos ejercicios, el déficit estructural de la misma, y segundo, hacer frente al aumento en el número de pensionistas que comenzará en pocos años con la llegada a la jubilación de las cohortes de la generación del baby boom. Todo ello, en línea con los planteamientos y con la propuesta de reformas a corto y a largo plazo de la AIREF.
Y no habrá reforma ni derogación por más que sea una promesa realizada y reiterada, tanto por el Gobierno como por el partido que lo sustenta, y tanto dentro del Parlamento como directamente a los ciudadanos.
Con esa negativa a abordar los problemas, el Gobierno, por un lado, posterga su solución; por otro, mantiene ‘viva’ la reforma del PP (que basa la sostenibilidad del gasto futuro exclusivamente en el recorte de las prestaciones), amparando la espada de Damocles que supone sobre la vida de los pensionistas; y finalmente, alimenta las opiniones catastrofistas sobre el futuro del sistema de pensiones, dando pábulo y oportunidades a quienes un día sí y otro también afirman que no hay más camino que el recorte de las pensiones. Tres efectos negativos que no parecen haber pesado suficientemente en la decisión.
Las razones son muy poco convincentes
Varias son, sin embargo, las razones a las que distintos miembros del Gobierno han apelado para justificar que, habiéndola, no se aborde la respuesta a los problemas de la Seguridad Social y que, al mismo tiempo, se mantenga en la ley una reforma que se ha demostrado inaplicable. Varias, pero ninguna convincente.
La primera es que el Gobierno no está dispuesto a abordar una reforma unilateral del sistema de pensiones, como sí hizo el PP en 2013. Pero, aparte de que hay muchas razones que justifican que se aborde de manera inmediata la reforma – como por ejemplo que la AIREF le ha dado un serio aviso al Gobierno acerca de que es preciso adoptar medidas cuanto antes para encaminar la superación del déficit público y que en la Seguridad Social se localiza una parte mayoritaria del déficit estructural-, la situación actual no es, ni de lejos, asimilable a la de aquella reforma.
La reforma de pensiones del PP fue unilateral 1) porque no convocó el diálogo social, 2) porque eludió expresamente el Pacto de Toledo (vulnerando incluso las Recomendaciones consensuadas del mismo, en las que del propio PP había participado, que estaban en vigor), y 3) porque utilizó sus solos votos -la existencia de una mayoría política coyuntural – para aprobar una reforma enfocada al largo plazo, que pretendía permanecer vigente al menos durante treinta años. Como hemos dicho en más de una ocasión: es dudosamente democrático que se utilice una situación política de mayoría absoluta coyuntural (¿cuánto ha durado?) para imponer reformas para toda la vida. Ni siquiera es realista. Más todavía que por sacar de la liza política electoral las pensiones, lo que da sentido al Pacto de Toledo es la necesidad de que el sistema de pensiones, que es de todos los españoles, responda al sentir mayoritario de la sociedad expresado en el consenso de la mayoría de las fuerzas políticas. El PP con una minoría de votantes no puede imponer a la mayoría un cambio que haga irreconocible el sistema de pensiones. Pero, es lo que hizo.
Nada que ver con la situación actual. Primero, la reforma deberá ser aprobada por una mayoría de los grupos políticos. Y está por ver si a la hora de la verdad no la respaldarían incluso el PP y Ciudadanos. Segundo, la reforma constataría la evidencia de que se alcanzó un acuerdo unánime (se haya formalizado o no, pero no se puede esconder que se ha alcanzado) en el Pacto de Toledo sobre los aspectos nucleares de esa reforma. Y tercero, el diálogo social ha intervenido durante un largo proceso de tiempo. Ha constatado la necesidad de abordar esa reforma sin que la misma haya encontrado impedimento de fondo por ninguna de las partes, sino discrepancia de una de ellas en cuanto a la oportunidad política, y respaldo de la otra, la sindical, por la urgencia y la necesidad de la reforma. Urgencia y necesidad objetivas para superar el déficit de la Seguridad Social (entre 1.250 y 1.500 millones de euros cada mes), en línea con lo que insta la AIREF al Gobierno, y necesidad, por coherencia política de poner en orden y congruencia la ley, la norma vigente, con las políticas que se quieren aplicar desde ahora y para el futuro.
Nada de unilateralidad. Aquí han participado todos, fuerzas políticas y agentes sociales, y todos se han pronunciado.
Resulta chocante explicar todo esto cuando, en condiciones normales, deberían haber sido estas y otras más las razones del propio Gobierno para explicar por qué (además de por haberlo prometido) asume su responsabilidad y no puede dejar pasar el tiempo sin tomar medidas que encarrilen el déficit estructural y la sostenibilidad fiscal, y abran un horizonte claro de futuro para las cuentas públicas y para el sistema de pensiones.
Dicho aún más claro, el Gobierno podría haber articulado un compromiso de todos los grupos para tramitar, nada más constituir las Cámaras en la próxima Legislatura, el decreto ley que ahora se habría presentado. Esa hubiera sido la mejor expresión de urgencia de las medidas a adoptar. Una urgencia no menor (sino igual o mayor) respecto a tantas otras que se están convirtiendo en decretos leyes, cuya garantía de convalidación no está escrita, en estas semanas.
Por eso mismo, las razones relativas a una utilización impropia del decreto ley aparecen como un nuevo burladero del Gobierno. Especialmente cuando lleva aprobados la friolera de veinticinco en unos pocos meses y casi ninguno posiblemente pasaría sin tacha la prueba de constitucionalidad. Lo mismo que sucedió durante el anterior Gobierno del PP. Más evidente es que el rey está desnudo cuando tiene decidido aprobar alrededor de media docena más de decretos leyes, en unas semanas, antes de entrar en funciones. Casi todos sobre cuestiones seguramente no menos importantes que la situación de la Seguridad Social, y cuya necesaria y urgente necesidad no están siempre del todo claras o simplemente son discutibles.
A vueltas con el coste de la revalorización con el IPC
Si estas no parecen razones convincentes, cabe la posibilidad de que el Gobierno en realidad haya cambiado de idea acerca de cuestiones centrales respecto de lo que había venido defendiendo hasta ahora. No lo ha dicho, pero la falta de explicaciones solventes, y coherentes con lo que hace en otros ámbitos, puede hacer pensar que quizá podría ser así. Y algunas cosas podrían haber ayudado.
La Comisión Europea, por ejemplo, en el informe sobre España realizado en el marco del Semestre Europeo, alerta de que, si se vinculase la revalorización de las pensiones con el IPC, el gasto a mitad de este siglo alcanzaría la (casi) estratosférica cifra del 18% del PIB. Algo que, con bastante razón, puede alarmar a cualquier Gobierno sensato… si fuera verdad. Y en mayor medida si a) no se hubiera abordado suficientemente en el seno del Gobierno el ejercicio político y técnico de clarificar y objetivar el problema de las pensiones, dejándose llevar por las conclusiones de análisis superados de los que se ha demostrado su insuficiente rigor, y b) cuando la capacidad de influencia que se concede acríticamente a la Comisión Europea es considerable.
El 18% es una cifra infundada. Aunque lo diga la Comisión Europea. Acumula errores y queda muy lejos del 13,5% que ha calculado la AIREF. Expliquémoslo. La cifra de la Comisión Europea es errónea por dos razones. La primera porque parte de un cálculo incorrecto y sobre dimensionado de la proyección de gasto en pensiones para 2050 (el del informe Ageing 2018), que tiene a su vez dos problemas.
Primero, que sus escenarios demográficos y de empleo son claramente poco realistas (como ha demostrado solventemente la AIREF), lo cual eleva artificialmente la cifra de gasto en pensiones en relación con un (mucho más deprimido) PIB. Y segundo, que esta fue inexplicable y crípticamente incrementada, desde el 12,5% que contemplaba el informe Ageing 2015 (aplicando ya los recortes de la reforma del PP de 2013) a más de un 14% en el informe de 2018. Pese a que la metodología no permite revisiones en el cálculo del volumen de gasto sin cambios en la legislación, en la Ficha para España se decidió incrementar dos puntos el gasto previsto para mediados de siglo, lo que parece muy probablemente corresponder a que se dejó de aplicar al cálculo el IRP de la reforma de 2013 y se contempló una mayor revisión de las pensiones (ver el apartado I.2. “Constant policy” assumptions on pension revaluation de la Ficha para España).
La segunda de las razones por las que no resulta fiable el 18% con el que la Comisión pretende asustarnos a todos, es que estima que volver a revisar las pensiones con el IPC ocasionaría un incremento del gasto de 4 puntos porcentuales del PIB. Una cifra que parece exagerada si tenemos en cuenta que la AIREF, con supuestos más sensatos, ha calculado que esa vuelta al mantenimiento del poder adquisitivo quedaría por debajo de los tres puntos (2,8%).
Pero, la desgracia final sobreviene cuando la Comisión suma a una cifra sobre estimada de gasto (a la que además incorporaba ya una revalorización superior a la del IRP de la reforma de 2013) el importe (inflado) de revalorizar las pensiones con el IPC. El 18% del informe sobre España queda por todo ello muy lejos del 13,5% que ha calculado la AIREF.
Podría ser que el error de la Comisión Europea, trasladado al informe España 2019 del Semestre Europeo, en el que se aprecia la alarma derivada de un gasto futuro en pensiones desorbitadamente elevado, haya llevado al Gobierno a creer que a la vista de esos datos no sería responsable respaldar la revalorización con el IPC. Esas cosas suceden, especialmente cuando se juzga desde los apriorismos.
Oportunidad perdida y futuro incierto
En definitiva, por unas o por otras razones, todas poco fundadas, el Gobierno ha decidido que no adoptará una reforma que, tal y como fue planteada por las organizaciones sindicales siguiendo las indicaciones de la AIREF, 1) garantiza en el corto plazo la reducción del déficit de la Seguridad Social, sin aumentar el déficit del conjunto de las AAPP y sin incrementar los costes laborales, 2) establece un sistema de financiación que asegura la sostenibilidad de las pensiones a largo plazo, y 3) lo hace sin que recaiga sobre los pensionistas, en forma de recortes de sus pensiones, esa sostenibilidad, sustituyendo la terrible reforma de 2013 por otro modelo más respetuoso con las pensiones públicas y menos retrógrado.
¿Qué nos deparará el nuevo Parlamento? Quien lo sabe. Pero muy probablemente no será un escenario mejor que el actual para el consenso y para abordar la imprescindible y urgente reforma de la financiación de la Seguridad Social y la garantía de las pensiones. Existe un riesgo elevado de que tengamos que arrepentirnos por la oportunidad perdida.