En el contexto del futuro del trabajo, emergen de la literatura disponible tres escenarios, que vamos a examinar con la intención de cuestionar su capacidad para satisfacer las expectativas depositadas en el trabajo.
Un primer escenario consiste en proseguir la presente política de “desmantelamiento de las leyes laborales”, que corre el peligro cierto de ir acompañado por un deterioro creciente de las condiciones de trabajo. Pero el escenario más a la moda hoy es sin duda la “revolución tecnológica” que, pese a la muy temida pérdida de empleo, se espera que dispare el crecimiento económico y conlleve cambios profundos en las formas de trabajar. Sin embargo, dista mucho de ser seguro que esa expectativa se materialice, por varias razones que explicaremos más adelante. Un tercer escenario, la “conversión ecológica”, parece ser el más compatible con la necesidad de combatir las características insostenibles de nuestro presente modelo de desarrollo, y también parece capaz de satisfacer las expectativas depositadas en el trabajo. Detallaremos las condiciones de su implementación. Para mayor claridad, los tres escenarios se presentan uno tras otro, como tipos ideales de alguna manera, si bien no son mutuamente excluyentes.
1. DOS ESCENARIOS DE MODA: EL DESMANTELAMIENTO DE LAS LEYES LABORALES, Y LA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA
Desde el inicio de los años ochenta, la OCDE respaldó la política del desmantelamiento de las normas que gobiernan las relaciones de trabajo, con el pretexto de que perjudicaban la capacidad de las empresas para competir en el mercado global, ya se tratara de las normas que establecen el salario mínimo, o de las que controlan los procedimientos de contratación o la finalización de un contrato de trabajo**. El actual pensamiento económico estándar (no solo en la OCDE) defiende la idea de que únicamente la flexibilidad en los salarios y en la protección social permitirá a los países desarrollados adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia internacional. El informe de la OCDE (1990, p. 22) señala: «La legislación sobre el empleo afecta a los niveles de ocupación al imponer trabas a la libertad de los dadores de empleo para alquilar y emplear fuerza de trabajo, tanto directa como indirectamente […] Una legislación redundante impone además trabas a la libertad de los dadores de empleo para despedir trabajadores a voluntad.»
El actual pensamiento económico estándar (no solo en la OCDE) defiende la idea de que únicamente la flexibilidad en los salarios y en la protección social permitirá a los países desarrollados adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia internacional
Esta doctrina de la OCDE ha cambiado en los inicios del siglo XXI: en lugar de insistir en una fuerte correlación entre la tasa de desempleo y la seguridad del puesto de trabajo, tiende a subrayar la débil correlación entre esta última y la duración del desempleo en ciertas categorías de trabajadores. A lo largo de los últimos treinta años, a diferentes ritmos y en ocasiones con fuertes bandazos, en su mayor parte dependientes del color político de los gobiernos en el poder, se han extendido por Europa políticas basadas en la reducción del coste del trabajo y en una firme fijación de criterios de referencia, reminiscencia del indicador “Doing Business” de la seguridad en el empleo desarrollado por la OCDE con el punto de mira puesto en las normas sobre la contratación y sobre la finalización del empleo, que consideraba un obstáculo para la necesaria movilidad del “factor trabajo”.
1.1 ¿Deberíamos quemar el Código del Trabajo?
A pesar de la rectificación posterior en la doctrina de la OCDE, muchos economistas siguen promocionando la idea de que debilitar la legislación laboral es esencial; lo ven como el único modo de incentivar el mercado de trabajo y crear empleo. En el Reino Unido y luego en Alemania, a finales de los años noventa e inicios de los dos mil, y algo más tarde en Italia y España, se llevaron a cabo reformas del “mercado de trabajo”, particularmente encaminadas a facilitar los despidos. En Francia, dos informes en particular concentraron sus críticas en las normas relativas a los despidos: el informe Blanchard y Tirole (2003), que proponía sustituir la intervención de un juez por el pago de una indemnización; y el informe Cahuc y Kramarz (2004), que defendía la idea de sustituir los contratos fijos e indefinidos existentes, por un contrato único caracterizado por un nivel más bajo de seguridad en el empleo durante los dos primeros años. Al final, no fue un contrato único sino un contrato “new recruitment” (de primer empleo) el que vio la luz en 2005 y fue presentado como el primer sistema francés de flexiseguridad. Aunque iba dirigido a mejorar la flexibilidad para las empresas (de menos de 20 empleados) al permitirles despedir a sus empleados sin tener que alegar un motivo justificado durante los primeros dos años de empleo, y a mejorar también la seguridad para los empleados mediante un bonus en caso de ruptura del contrato y un refuerzo de la asistencia para encontrarles un nuevo empleo, las inspecciones pusieron de relieve los efectos adversos causados por dichas medidas (que finalmente no fueron recomendadas por la OIT). Dichas inspecciones pudieron demostrar que el proceso no solo se efectuaba a expensas de la seguridad – la asistencia reforzada sencillamente no se concretó, y el bonus se concedió en muy escasas ocasiones – sino que, por encima de todo, la medida provocaba la ruptura de las relaciones de trabajo y su radicalización, porque la amenaza del despido gravitaba pesadamente sobre los empleados y causaba un desequilibrio en favor de los dadores de empleo.
Es de temer, por ello, que las reformas tendentes a desregular las relaciones de trabajo tendrán de forma casi sistemática consecuencias negativas para las condiciones de trabajo y conducirán a una espiral descendente en todo lo relativo a los beneficios sociales, además de ofrecer escasos resultados en materia de empleo, como ha mostrado un estudio llevado a cabo por la OIT (2015). Según este estudio, que abarcó 119 países, la desregulación sistemática de los contratos de trabajo genera una caída de la tasa de empleo y un alza del desempleo.
1.2 La revolución tecnológica
El otro escenario que parece contar con mayor popularidad entre los economistas, los hombres de negocios y los gobiernos, es una revolución tecnológica “útil para todo”. Teulings y Baldwin (Secular stagnation: Facts, causes, and cure. Londres, Centre for Economic Policy Research Press, 2014) han recogido las opiniones de algunos de los economistas más influyentes en el mundo de hoy. Entre ellos R.J. Gordon que, por más que insiste en sus dudas en cuanto a la posibilidad de un retorno del crecimiento impulsado por este factor, y advierte del agotamiento forzoso de los efectos de la innovación tecnológica, en conjunto expresa una fe decidida en la capacidad de la revolución tecnológica para propulsar la productividad y estimular una nueva ola de crecimiento. Se puede resumir así su postura: «es cierto que la economía está afrontando algunos contratiempos, pero cuenta con un viento de cola tecnológico que tiene la fuerza de un tornado». Si, según varios opinantes, no hemos visto aún los beneficios de ese “tornado”, no es solo porque las innovaciones aún no se han hecho visibles a la luz del día, sino además, y por encima de todo, porque nuestros instrumentos de medición no son capaces de revelarlas. El informe WEF (2016) presentado en Davos confirma que estas ideas han adquirido un estatus oficial.
En algunos países, como Francia, los intentos de instalar cajas registradoras automáticas en supermercados grandes se están viendo perjudicados sobre todo por los mismos clientes, las personas mayores en particular, quejosas de no tener más que una máquina con la que hablar
¿Es este escenario el que tiene mayores posibilidades de desarrollarse? Muchos obstáculos entorpecen su camino, incluidas tres barreras considerables. En primer lugar, está basado en un poderoso determinismo tecnológico: todo lo que es posible está destinado a suceder… Lo que significa ignorar la resistencia de los grupos sociales que tendrían que afrontar las consecuencias de la pérdida de empleo ligada a un desarrollo de ese tipo – cierto, los luditas perdieron su batalla, pero las cosas podrían ocurrir ahora de manera diferente –, o bien la competencia desleal (véanse los pleitos entablados contra Uber, en particular en California, y el hecho de que la compañía fue vetada para trabajar en varias grandes ciudades alemanas), o la oposición ética a ciertos productos o procesos (automóviles de alquiler sin conductor) que atrajeron la atención sobre la cuestión de la responsabilidad por accidentes, como fue el caso durante la primera era industrial, o también la deshumanización implícita en la publicidad a gran escala que se dio a los procesos automatizados. En algunos países, como Francia, los intentos de instalar cajas registradoras automáticas en supermercados grandes se están viendo perjudicados sobre todo por los mismos clientes, las personas mayores en particular, quejosas de no tener más que una máquina con la que hablar.
Muchos creen que para salvar el empleo, enriquecer el trabajo (en especial en el ámbito de las relaciones humanas) y fortalecer la cohesión social, la automatización debería ser contenida en unos límites claros y definidos con mucha precisión. B. de Jouvenel (Arcadie. Essais sur le mieux-vivre. Futuribles, Paris, Sedeis, 1968), un economista, al criticar la carrera de todos contra todos por una mayor productividad, escribió que, aunque la automatización representa un progreso para el consumidor, implica también una “regresión” para el productor (p. 55).
1.3 Los límites del escenario de la revolución tecnológica: ¿producción sin coordinación?
El desarrollo de este escenario tropieza con dos serias limitaciones. En primer lugar, se apoya en premisas dudosas, por lo menos en los casos ya comentados en relación con la automatización, los recortes en el empleo y la profecía del final del empleo asalariado. Segundo, se debería tener presente que, como señaló R. Coase, para una producción dada, la elección entre la contratación laboral o el trabajo freelance (contratos comerciales) solía depender del precio de la transacción. Quienes promueven una visión automatizada y desmaterializada de la producción siguen a J. Rifkin al alegar que el coste de las transacciones es hoy tan bajo que implementar una jerarquía y extender contratos de trabajo ya no está justificado, lo que hace posible imaginar el final de la retribución salarial y, en definitiva, el final… de la empresa. Pero admitido que esto sea cierto respecto de ciertos componentes o procesos, ¿podemos estar seguros de que ocurrirá lo mismo para todos los productos y servicios?
¿No podría ocurrir lo contrario, es decir un alza incontrolable en el coste de las transacciones, en el caso de ciertos materiales, empleos y operaciones? Y en primer lugar, ¿es posible imaginar una producción sin coordinación, gobernada a distancia por un algoritmo? Además, ¿causaría ese hecho la desaparición del empleador? Una gran parte de la producción se realiza en todo el mundo a través de cadenas de valor extremadamente fragmentadas y computerizadas. Pero también existen compañías que garantizan la coordinación (incluso si esta se delega en un algoritmo) y en último término capturan el valor. ¿Es concebible siquiera una visión de la sociedad donde la producción sea asumida por una plataforma que ofrezca servicios accesibles en el mercado, pero desprovista de toda coordinación, en el caso de que se trate de construir aviones o edificios? Si todos nos convertimos en autónomos o freelancers, ¿bastarán las plataformas digitales para coordinar nuestras acciones, o llegará la producción a hacerse completamente individualizada, por ejemplo mediante la impresión tridimensional (3D)?
A pesar del optimismo de investigadores como C. Anderson, para quien la impresión 3D representa una tecnología disruptiva bona fide, no es verosímil que la producción a gran escala de aviones o de edificios pueda tener lugar de esa forma ultra-personalizada, y resulta también dudoso que una revolución industrial de ese género ahorre materiales y energía.
1.4 Los límites del escenario de la revolución tecnológica: el olvido de la cuestión ecológica
Una visión automatizada y desmaterializada de la producción parece estar en contradicción total con el hecho de que el nivel global de consumo de materias primas nunca ha sido tan elevado. Esta es la tercera debilidad del escenario, y la más decisiva: el hecho de que opta por ignorar totalmente la escalada de las cantidades y los costos de las materias primas y la energía consumidas a los que nos vemos en peligro de quedar rápidamente expuestos; y, más en general, la necesidad de una conversión ecológica que deberíamos abordar tan deprisa como sea posible, si hemos de dar crédito a la evidencia científica de la amenaza ecológica, climática en particular, que pende sobre nuestras sociedades; y si tomamos en serio el mandato ratificado por la sesión vigésimo primera de la Conferencia de las Naciones Unidas respecto de la Convención sobre el Cambio climático, para reducir el alza de las temperaturas a 2°C al finalizar el siglo.
La evidencia científica que ha emergido en los últimos años nos obliga a revisar el pasado y tomar conciencia de hasta qué extremo es ambiguo el crecimiento
Hablando en general, el escenario ignora totalmente la legítima sospecha de un crecimiento contaminante y de los efectos del crecimiento hoy. Sin embargo, la evidencia científica que ha emergido en los últimos años nos obliga a revisar el pasado y tomar conciencia de hasta qué extremo es ambiguo el crecimiento. Cierto, el crecimiento ha sido enormemente beneficioso y ha aportado en épocas anteriores progresos insospechados e innegables, pero también ha sido, en particular en la segunda mitad del siglo XX, la causa de desastres tales como el deterioro y la pérdida de nuestro patrimonio natural, de la cohesión social y de las condiciones de trabajo.
En algunos países desarrollados, esa realidad fue percibida, y se le dedicó mucha reflexión, a lo largo de los años setenta: varios autores plantearon la cuestión de los riesgos conectados a nuestra creencia común de que el crecimiento es el principal objetivo de una sociedad, y el PIB el instrumento apropiado para medirlo. Hoy somos conscientes de que el crecimiento podría no regresar, pero por encima de todo, de que probablemente no es deseable que regrese, en los países occidentales, al mismo ritmo que mantuvo durante la que A. Maddison ha llamado la “Edad de Oro”; cuando los gases invernadero y otros contaminantes, y la devastación ecológica, se intensificaron hasta tal punto que se acuñó el término Antropoceno para designar la era dominada por la capacidad humana para modificar las condiciones de la vida en la tierra.
La tecnología desempeña un rol decisivo en la investigación dirigida a encontrar un modelo de desarrollo futuro para nuestras sociedades: el impacto destructivo del crecimiento en nuestro patrimonio natural ha sido relativizado por muchos economistas que, siguiendo a R.M. Solow, consideran que el progreso tecnológico permitirá disminuir la intensidad energética (el volumen de CO2 emitido por unidad del PIB), y obtener un crecimiento “verde” o “limpio”, de modo que la revolución tecnológica será perfectamente congruente con el imperativo ecológico. Varios estudios muestran sin embargo que el progreso tecnológico necesario para descarbonizar el crecimiento será disruptivo si lo que se busca es un “uncoupling” absoluto; es decir, una separación neta entre la prosperidad y el crecimiento.
Husson, por ejemplo, ha mostrado que el cumplimiento de los objetivos del Panel Intergubernamental sobre el cambio climático (IPCC) de 2014 (una reducción del 85% de emisiones de CO2 entre 2000 y 2050, para limitar el ascenso de las temperaturas a 2°C al final del siglo) es incompatible con un crecimiento sostenido, incluso en el caso de una verdadera disrupción tecnológica. Ello es debido a que, si el ratio CO2/PIB1 sigue disminuyendo al mismo ritmo de los últimos 40 años (1,5% al año), el PIB mundial se reducirá en un 3,3%/año en 2050. Si dicho ratio se multiplicara por dos (3% anual), el ritmo de crecimiento del PIB se reduciría en un 1,8% anual.
1.5 La inadecuación del PIB
La comisión creada por iniciativa del presidente francés Nicolas Sarkozy en 2008 para medir el comportamiento económico y el progreso social (Stiglitz, Sen y Fitoussi, Richesse des nations et bien-être des individus: Rapport de la Commission sur la mesure des performances économiques et du progrès social au Président de la République. París, Odile Jacob, 2009), confirmó la opinión de que el PIB no es un instrumento apropiado para contabilizar la riqueza de una nación o para dar la alarma sobre perjuicios sociales y medioambientales en curso, y la idea de que el PIB no puede desempeñar el papel de señal de alarma. La utilización del PIB se convirtió en una medida convencional a mediados del siglo XX, y pasó a ser el indicador oficial del comportamiento de los países de acuerdo con el Sistema de Contabilidad Nacional, 2008 (Comisión Europea et al.); pero en realidad tiene muchas limitaciones: ignora muchas actividades ‒ relacionadas con el hogar, la familia, los amigos, el trabajo voluntario, la participación cívica, el ocio, etc. ‒ esenciales para la continuidad de la sociedad; es indiferente a las desigualdades en el consumo o la participación en la producción; está basado en un sistema contable que no da valor al legado, de modo que imposibilita la visualización, tanto de la totalidad de los valores añadidos, como de las posesiones heredadas que han entrado en juego, afectando al proceso de producción y consumo. Si creemos que nuestra prioridad más importante es garantizar la calidad duradera – física en primer y principal lugar – de nuestras sociedades, entonces nuestro objetivo primario debe ser establecer normas medioambientales y relativizar el uso exclusivo del PIB como medida del progreso y del crecimiento per se.
2. EL ESCENARIO DE LA CONVERSIÓN ECOLÓGICA: UNA OPORTUNIDAD PARA RECUPERAR EL PLENO EMPLEO Y CAMBIAR EL TRABAJO
El escenario de la revolución tecnológica no tiene en cuenta la destrucción causada por el crecimiento económico y no parece estar a la altura de las tremendas expectativas colocadas en el trabajo y el empleo hoy. ¿Qué escenario podría desarrollar un “trabajo de calidad” y oponerse a la pérdida de sentido y al deterioro de las condiciones de trabajo, fenómenos ambos observables tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo, si bien en grados obviamente muy distintos? Estrés, depresión, intensificación, contratos atípicos en los países desarrollados; condiciones de trabajo injustas, accidentes laborales trágicos (como el de Rana Plaza) y sweatshops (talleres bajo mínimos en seguridad e higiene) en los países en desarrollo ‒ a los que se ha trasladado una parte sucia y contaminante de la producción porque las normas sociales y medioambientales son menos estrictas, y más bajos los costes del trabajo ‒ han aumentado. En muchos casos, los sindicatos se ven impotentes para oponerse a estos desarrollos, por más que está demostrado que los niveles de afiliación sindical más altos se corresponden con un bienestar mayor en el lugar de trabajo y frenan el avance de las desigualdades.
En muchos casos, los sindicatos se ven impotentes para oponerse a estos desarrollos, por más que está demostrado que los niveles de afiliación sindical más altos se corresponden con un bienestar mayor en el lugar de trabajo y frenan el avance de las desigualdades
¿Podemos esperar un proceso como el descrito por Crawford (2009) en Shop class as soulcraft: An inquiry into the value of work? El autor deplora que nuestras sociedades hayan olvidado los ingredientes de un buen empleo, y el hecho de que un buen empleo forma parte de una buena vida; y sitúa la responsibilidad por la pérdida de sentido del trabajo en la obsesión por la rentabilidad y la productividad, así como en la implementación de herramientas de gestión que se supone que van a mejorar más aún aquellas, pero alienan a los trabajadores del producto que elaboran e impiden el reconocimiento de su tarea por parte de sus empleadores. A corto plazo, Crawford propone la promoción de un tipo de trabajo plenamente insertado en una escala humana de interacciones directas. Más en general, Crawford aboga por una actitud “republicana” hacia el trabajo, dirigida a desarrollar unas condiciones económicas que garanticen la independencia de los trabajadores por encima de todo; posición que, para su disgusto, los estadounidenses han abandonado. A Crawford le gustaría ver un retorno a la época anterior a la “deriva” liberal y capitalista de mediados del siglo XIX. Pero, para que eso ocurra, señala claramente que debemos volver a una forma de ser antigua, anterior al desarrollo del capitalismo, del empleo asalariado, de las fábricas, y de la división del trabajo.
2.1 Tomar en serio el imperativo de la responsibilidad
Un proceso así resulta hoy apenas imaginable. Por otra parte, la aspiración a mejorar la calidad del empleo y del trabajo decente podría convertirse en uno de los elementos centrales del escenario que aparece como la conclusión lógica del Acuerdo de París adoptado durante el COP 21: el escenario de la conversión ecológica. Para ello habría que trabajar a partir de la serie completa de trabajos científicos a nuestro alcance y adoptar la máxima sugerida por Jonas en The imperative of responsibility (1985, p.11): «Actuar de modo que los efectos de nuestra acción sean compatibles con la permanencia de vida humana genuina.» Jonas imagina que adoptaremos normas sociales y medioambientales estrictas en un nivel internacional y nos organizaremos de forma racional y rápida para adaptar nuestras sociedades a esas nuevas barreras, y que la luz que nos guiará ya no será el indicador que calcula en términos exclusivamente monetarios las cantidades de mercancías producidas y el valor humano añadido, sino indicadores físicos, biológicos y sociales de los bienes producidos para satisfacer necesidades sociales, enmarcadas en normas sociales y medioambientales compatibles con la reproducción de la sociedad.
Uno de los grandes méritos de este escenario es que permite solucionar la cuestión ecológica de forma simultánea a la cuestión social. Algunas personas mantienen que la conversión ecológica es sinónimo de pérdida de empleos y alza de los precios; y que si la conversión ecológica exige que el objetivo del crecimiento se relativice y que razonar “más allá del crecimiento” se convierta en nuestra forma de pensar, corremos el riesgo de perjudicar el empleo, dado que este parece ser particularmente dependiente del crecimiento. Al respecto me gustaría defender el punto de vista de que debemos en cualquier caso comprometernos a desarrollar con la mayor urgencia la conversión ecológica sin esperar que rinda un “doble dividendo”; pero también es posible verla como una formidable oportunidad tanto para recuperar el pleno empleo como para transformar el trabajo.
2.2 Compartir el empleo
Debemos antes que nada recordar que es posible crear empleo sin crecimiento, simplemente compartiendo el stock de empleo disponible en una economía en un momento dado. De los dos millones de empleos creados en Francia entre 1997 y 2001, por ejemplo, entre 350.000 y 400.000 se han debido a la reducción de la jornada de trabajo legal. Ciertamente, fueron creados en un momento en que el crecimiento había rebrotado tanto en Europa como en Francia, pero los resultados se debieron en gran medida al hecho de que se hacía depender las ayudas estatales de la reducción del horario de trabajo y de la creación de empleo. En respuesta a los economistas que mantienen que la noción de compartir el trabajo es engañosa, deberíamos recordarles que en cualquier época, en cualquier economía, un número de horas dado se distribuye entre toda la población en edad de trabajar, y que esa distribución puede modificarse y llevarse a cabo de diferentes maneras.
Así, el horario de trabajo en Francia y en Alemania ha disminuido aproximadamente en la misma proporción desde los años noventa (tanto en cómputo semanal como anual, actualmente los franceses trabajan hoy más horas que los alemanes); una semana de empleo a tiempo completo en Alemania es hoy más larga que en Francia, pero los empleos a tiempo parcial son mucho más numerosos y las semanas laborales de duración más corta que en Francia: el 27% de los empleos alemanes son a tiempo parcial, por solo el 18% en Francia; y el 8% de la fuerza de trabajo ocupada en Francia trabaja menos de 20 horas a la semana, por un 18% en Alemania. Los trabajadores a tiempo parcial en los dos países son casi exclusivamente mujeres. La reducción del número legal de horas de trabajo en Francia – considerada en un informe de un comité de investigación parlamentario en 2014 como una de las medidas menos caras en política de empleo (9.000 euros netos por cada empleo creado) – recortó de forma drástica el desarrollo del empleo a tiempo parcial, que afectaba sobre todo a las mujeres y cuyas consecuencias en términos de desigualdad profesional son bien conocidas. También permitió el inicio de un proceso para mejorar el equilibrio en las dedicaciones laborales, domésticas y familiares de varones y mujeres, y retrospectivamente aparece como una de las condiciones más eficaces para fomentar la igualdad de género.
No debemos olvidar tampoco que, en muchos países, las mujeres todavía tienen porcentajes menores de actividad económica y empleo que los varones, y que dedican menos tiempo a actividades laborales que los varones, y más a ocupaciones domésticas y familiares. Esa podría ser la razón de que la medida haya provocado confrontaciones tan apasionadas. Con todo, y para resumir, sí es posible crear empleo en ausencia de crecimiento.
2.3 La necesidad de una transición justa
La conversión ecológica implica la clausura o la disminución de determinados sectores de actividad y el desarrollo de otros, lo que debería llevar, según estudios existentes de ámbito internacional, europeo o nacional, a un balance positivo de empleo en 2020, 2030 y 2050. Esto es así porque las actividades económicas que se verán estimuladas ‒ aislamiento de edificios, energías renovables, transporte público, etc. ‒ representan muchos más empleos que las destinadas a desaparecer. Pero la síntesis del informe del Programa Medioambiental de las Naciones Unidas (UNEP, 2008), dirigido a los gobiernos, hace hincapié en que un balance neto positivo no es suficiente. «No todo el mundo ganará con un cambio así. El balance final positivo en cuanto al empleo de una economía más verde se produce con frecuencia como resultado de trasvases de gran volumen entre sectores. En tanto que algunos grupos y regiones mejoran de una manera significativa, otros caen en pérdidas serias. Estas pérdidas suscitan cuestiones de equidad, que si no se corrigen, pueden hacer que una política de economía verde resulte difícilmente sostenible.» (p. 16).
Tanto si consideramos países enteros, sectores, o categorías de trabajadores, la conversión ecológica será una operación extremadamente delicada que exigirá poderosos mecanismos de seguridad para impedir que la reestructuración conlleve la expulsión del mercado de trabajo de una gran parte de los trabajadores empleados en los sectores culpables de producir más gases invernadero. La “transición justa” promovida por la Confederación Internacional de Sindicatos (2015) defiende la idea de que la conversión ecológica debe ser gestionada de una manera civilizada, equilibrando las ganancias y las pérdidas y desarrollando una solidaridad real entre todos los miembros de la sociedad implicados, de modo que el coste de la transición sea compartido equitativamente por todos.
Para conseguir un sistema de producción capaz de garantizar el mismo nivel de confort al que estamos acostumbrados, sin combustibles fósiles ni energía nuclear, deberemos revisar completamente nuestras infraestructuras energéticas, dando prioridad a la utilización de energías renovables (solar, eólica, hidráulica, de biomasa) y programando la prohibición gradual de otras fuentes (incluidas las reservas mineras). Este proceso supone una fuente muy rica de empleo. Aparte de la producción de energía en sí misma, la transformación de todo el sistema de producción que se plantea – transporte, construcción, industria y servicios –implica la renovación de los sistemas de calefacción de las viviendas, la construcción de nuevos tipos de edificios en los que producir o vivir, la instalación de nuevos métodos de producción, y el desarrollo del transporte público, todo ello con bajas emisiones de gases invernadero.
La agricultura tendrá que jugar un papel importante en esta transformación, puesto que contribuye a emisiones de gases invernadero y otras formas de polución y degradación ambiental (gasto excesivo de agua, fertilizantes, sobreexplotación de suelos, pesticidas, etc.). La satisfacción de necesidades sociales poco consideradas hasta ahora será otra fuente de empleo: trabajar en centros culturales y en centros de atención a niños y a gente mayor, proporcionar educación para todos y servicios dedicados al bienestar y a facilitar una vida más cómoda de las personas, representará empleo para millones de individuos en los veinte próximos años, según Gadrey (2014), en la entrada de su blog “Podemos crear millones de empleos en una perspectiva duradera2”.
Necesitaríamos en tal caso dedicar todos nuestros esfuerzos a desplegar iniciativas productivas cuyos objetivos ya no se basarían en una eficacia medida a través de la noción clásica de la productividad –que Adam Smith alabó en el ejemplo de la fábrica de alfileres–, sino en la calidad y la durabilidad medidas a través de otros parámetros
2.4 Romper con el productivismo
Siguiendo a Gadrey, es posible también ver la conversión ecológica no solo como una oportunidad de recuperar una forma de pleno empleo (imponiendo una redistribución del stock total de horas de trabajo disponible y reduciendo las pautas del trabajo a tiempo completo) sino además como una oportunidad para superar la actual pérdida de sentido del trabajo. Aprovechar esta oportunidad implica romper con nuestras creencias económicas más arraigadas, y poner en cuestión la idea avanzada por Fourastié (1979) como primordial: la idea de que la productividad es el corazón del progreso. Gadrey defiende la idea de que en varios sectores ‒ debido en particular a la terciarización de la economía ‒ las ganancias per se en productividad, tal como han sido (mal) medidas, se han vuelto contraproductivas y destructivas, tanto para los empleos como para el sentido del trabajo. ¿Y si la cuestión real no consistiera ya en la distribución de las ganancias de la productividad, sino en si son relevantes o no? ¿Y si el verdadero progreso hoy no dependiera ya de alcanzar las mayores ganancias en productividad, sino en conseguir ganancias en calidad y durabilidad? ¿Y si un análisis retrospectivo de las ganancias en productividad durante el “milagro económico” acabara por revelar la sobreexplotación de los trabajadores y del medio ambiente que ahora se nos llama a reparar? ¿Y si esas ganancias en productividad se explican en buena parte por la dilapidación de fuentes de energía y recursos no renovables?
Necesitaríamos en tal caso dedicar todos nuestros esfuerzos a desplegar iniciativas productivas cuyos objetivos ya no se basarían en una eficacia medida a través de la noción clásica de la productividad – que Adam Smith alabó en el ejemplo de la fábrica de alfileres –, sino en la calidad y la durabilidad medidas a través de otros parámetros.
3. ¿CUÁLES SON LAS CONDICIONES PARA UNA CONVERSIÓN ECOLÓGICA QUE ESTIMULE EL EMPLEO Y LAS CONDICIONES DE TRABAJO DECENTES?
La contabilidad actual – tanto de una nación como de una empresa –no permite medir las ganancias en calidad y en durabilidad3. En años recientes se han sugerido sistemas alternativos de contabilidad, y existe una competencia cerrada para encontrar un indicador capaz de complementar el del PIB: el Adjusted Net Savings plan, el Inclusive Wealth Index, el Better Life Index… Como su antepasado, el Indicador de Desarrollo Humano (en la actualidad, en proceso de rediseño), están compuestos por variables clave susceptibles de darnos una idea del estado de salud o de la riqueza de una sociedad más ajustada que el PIB. Esta competencia opone nada menos que visiones globales para el mundo; por ello resulta crucial comprender sus características significativas4. También están en proceso de preparación varias propuestas para rediseñar los métodos de contabilidad de las empresas, como CARE (Comptabilité Adaptée au Renouvellement de l’Environnement [Contabilidad adaptada a la Renovación del Medio Ambiente]) que, de ser aplicadas, obligarían a las empresas a asumir responsibilidades por daños causados a nuestro capital natural y al trabajo humano, e incluir en sus presupuestos partidas para compensarlos (rebajando de ese modo sus beneficios); o la “Triple Bottom Line”, diseñada para evaluar los impactos de las organizaciones en el medio ambiente y en relación con los “stakeholders”.
3.1 La necesidad de cuidar
Se supone que estos enfoques permitirán la sustitución de la eficacia productiva (que mide únicamente la mayor cantidad de producto generado) por otra forma de eficacia, que tenga en cuenta (e internalice) los impactos probables de la producción en el medio ambiente y en los trabajadores (los directos de la empresa, los vinculados en distintos grados a ella [stakeholders], o los de la sociedad en su conjunto). Algunos autores –incluida yo misma – proponen reunir una parte de estas ideas bajo un paradigma alternativo que hemos bautizado “Care” [Cuidar], para significar con ello que, en adelante, la producción deberá obligatoriamente cuidar de y atender a nuestro patrimonio natural, a la cohesión social y a la humanización del trabajo. Eso quiere decir enmarcar el acto productivo en un conjunto de reglas (normas sociales y medioambientales), que pueden constituir una nueva normativa y una estructura de contabilidad, con el fin de impulsar el desarrollo de nuevas organizaciones de trabajo al servicio de la calidad (de los productos y del trabajo). Adoptar un paradigma alternativo de ese tipo, congruente con el objetivo del trabajo decente ‒ el objetivo de la OIT ‒ obviamente implica muchos cambios, tanto en la definición y la función adscritas a una empresa como en la aplicación de nuevas normas en un nivel internacional.
Max Weber defendía la idea de que el capitalismo es una búsqueda permanente del máximo beneficio y en consecuencia implica una clase específica de empresa: «Capitalismo equivale a búsqueda de beneficio, y un beneficio siempre renovado, mediante un tipo de empresa continuada, racional, capitalista». Si esa definición parece perfectamente adecuada al objetivo nacional de incrementar indefinidamente las tasas de crecimiento, ¿no requiere el objetivo de una producción y unas condiciones de trabajo decentes el desarrollo de una dinámica diferente, y de un tipo diferente de empresa? J.-P. Robé (“Being done with Milton Friedman”, en Accounting, Economics, and Law, Vol. 2, No. 2, pp. 1–33, 2012), un jurista, ha mostrado que la definición que hizo Milton Friedman de la empresa (asignándole la responsibilidad exclusiva de generar beneficios) impide cualquier contribución sistemática al bien común. Muchos economistas, juristas, sociólogos, managers y filósofos han insistido en años recientes en el hecho de que deberían ser tenidos en cuenta otros supuestos como legítimos objetivos para una empresa, y también en que es necesario idear y promover formas de organización diferentes, para posibilitar que el carácter distintivo de una empresa sea el de un proyecto de creatividad colectiva diferente de las formas clásicas de intercambio comercial.
3.2 Reintroducir la ética en la economía
Una producción “limpia” o “decente” – ecológica y socialmente – impone la necesidad de respetar normas estrictas en un área geográfica lo bastante extensa para minimizar los riesgos de dumping, además de un sistema de control.
Durante el siglo XIX, fue precisamente un sistema así, con normas sociales y regulaciones para todo el territorio (concernientes en particular al horario de trabajo y a las condiciones reales de trabajo) lo que permitió mejoras en las condiciones de trabajo y en la atención sanitaria a los trabajadores. Ya es hora de renovar las normas, para adaptarlas a nuestra época y a los nuevos riesgos que amenazan a nuestras sociedades, en particular cumpliendo los acuerdos sobre máximos en emisiones de gases invernadero y niveles de contaminación. En estas nuevas convenciones de contabilidad, en lugar de divisas y de valor “añadido” en términos de moneda, la principal unidad de medida podría ser el kilogramo o la tonelada de gases invernadero. De forma similar a las cuotas del carbón pero excluyendo la posibilidad de operar un intercambio, cada “unidad” podría quedar indexada en una cuota de emisión calculada sobre la base de una dotación nacional. La producción estaría obligada a respetar estas normas, y a no intensificar el trabajo.
Este proceso requeriría la obligación de respetar las normas por parte de un gran número de países: de no ser así, siempre existiría el riesgo de un dumping social o medioambiental, como de hecho ocurre hoy con la externalización de la producción sucia y contaminante hacia países en los que las leyes y los reglamentos no son tan estrictos. La situación ideal sería obviamente aquella en la que unas instituciones de ámbito mundial prescribieran las normas, organizaran su distribución, controlaran su aplicación y castigaran a quienes las violaran. Es posible imaginar una Organización Mundial para el Medio Ambiente que establezca cuotas de gases invernadero, y también una Organización Internacional del Trabajo dotada de mayor poder que el que hoy posee, y un cuerpo específico para resolver conflictos basado en el modelo de la Organización Mundial del Comercio, que supervise las normas sociales.
Otra solución podría consistir en aplicar esas normas a una sola zona, la UE por ejemplo. Los objetivos decididos para esa zona se adaptarían a los territorios y a las diferentes unidades de producción y consumo implicadas.
Es posible imaginar una Organización Mundial para el Medio Ambiente que establezca cuotas de gases invernadero, y también una Organización Internacional del Trabajo dotada de mayor poder que el que hoy posee, y un cuerpo específico para resolver conflictos basado en el modelo de la Organización Mundial del Comercio, que supervise las normas sociales
Un arreglo de ese tipo supone también nuevas reglas para el comercio internacional. Desde nuestro punto de vista ‒ tomando en serio los riesgos ecológicos, en especial la amenaza del cambio climático ‒ es imposible permitir que el comercio internacional continúe canalizando una producción y un consumo mundial en permanente crecimiento, y consienta una competencia cerrada entre países por unas mayores cuotas de mercado. Un grupo de asociaciones ha propuesto recientemente establecer un mandato comercial alternativo en la UE: se trataría de un procedimiento enteramente nuevo, para iniciar, negociar y concluir acuerdos comerciales que asignen a la sociedad civil y a los parlamentos un lugar importante, a fin de organizar la autosuficiencia de Europa en producción de alimentos y reducir progresivamente las importaciones de materias primas y productos manufacturados, dando preferencia a los derechos humanos sobre los intereses comerciales, y organizando la responsabilidad de las empresas (AITEC, 2014).
3.3 ¿Retorno a Beveridge?
Un proceso de ese tipo ‒ control ético de la producción, conversión de sectores contaminantes en limpios, desmaterialización y descarbonización de la economía, garantías para las transferencias de mano de obra, creación de políticas públicas e instituciones dirigidas a organizar la transición poniendo el énfasis en la calidad del trabajo y el empleo ‒ requeriría sin duda una economía de guerra o una crisis similar a la descrita por Lord Beveridge en su libro de 1944, Pleno empleo en una sociedad libre. Muchos autores han señalado la magnitud de la triple crisis a la que nos enfrentamos ‒ económica, social y ecológica – para subrayar que exige políticas y medios radicalmente diferentes de los que han prevalecido en épocas normales, en particular porque es necesario organizar la coordinación de miríadas de operaciones en varios niveles diferentes.
En su condición de liberal, Beveridge consideraba que, a fin de garantizar las libertades individuales, el Estado debe establecer normas muy estrictas, las únicas capaces de garantizar la sostenibilidad de la sociedad. Desde la apreciación de que el pleno empleo es uno de los pilares centrales de una sociedad libre, Beveridge enumeró los criterios capaces de hacerlo posible: organización del gasto público e inversiones masivas para incentivar la actividad económica; aplicación de una política de bajos precios para los artículos de consumo básicos, y promoción de una redistribución vigorosa de las rentas a través de la seguridad social y de un sistema fiscal progresivo; control de la localización de las industrias; organización de la movilidad de la fuerza de trabajo; y establecimiento de relaciones comerciales únicamente con países que apliquen políticas de pleno empleo, mantengan un equilibrio en sus cuentas públicas y eviten tanto los déficits como los superávits, ejerciendo un control absoluto sobre el comercio por medio de tarifas, cuotas o por otros medios. Lejos de considerar la libertad individual amenazada por el Estado al ejercer este las responsibilidades relacionadas con estas circunstancias, Beveridge lo veía como el principal factor determinante para fortalecer la libertad.
Comprometer a nuestros países con la transición ecológica exige hoy una capacidad de guía del Estado probablemente tan resuelta como durante la Segunda Guerra Mundial y la reconstrucción que la siguió, cuando la contabilidad nacional y la planificación se desarrollaron en estrecha asociación, y el resultado fue la reconstrucción de nuestras sociedades sobre nuevos fundamentos. ¿Como puede concebirse que la definición de los sectores cuya conversión debe emprenderse con la máxima rapidez posible no exija una planificación seria por parte del Estado? ¿Cómo podría hacerse algo así sin definir una perspectiva ambiciosa para los empleos y las cualificaciones, puesta a punto a partir de mucho brainstorming con las fuerzas sociales y con estudiosos de todas las disciplinas, a fin de identificar los sectores que serán cruciales en la actividad productiva y en el comercio, en el futuro? Una intervención más poderosa del Estado significa una definición más colectiva de las prioridades en términos de necesidades sociales; porque es el resultado de una decisión conjunta de los ciudadanos acerca de qué producción es socialmente útil. Tener en cuenta consideraciones éticas como parte de una nueva definición del progreso significa exactamente esto: la necesidad de resituar la producción en un proceso colectivo de decisión, enmarcado por unos criterios precisos.
Comprometer a nuestros países con la transición ecológica exige hoy una capacidad de guía del Estado probablemente tan resuelta como durante la Segunda Guerra Mundial y la reconstrucción que la siguió, cuando la contabilidad nacional y la planificación se desarrollaron en estrecha asociación, y el resultado fue la reconstrucción de nuestras sociedades sobre nuevos fundamentos
Lejos de resultar contradictorias entre sí, las soluciones a los problemas sociales y ecológicos constituyen una oportunidad formidable para recuperar el pleno empleo y transformar el trabajo. Suponen una clara ruptura con el paradigma del crecimiento, adoptan una nueva representación del mundo ‒ especialmente una nueva antropología y cosmología, centrada en adelante en la incorporación y la adaptación de las sociedades humanas a la naturaleza ‒ y abandonan las categorías simplistas que nos han guiado hasta ahora. También exigen la adopción de normas internacionales para dirigir nuestras acciones, nuevos sistemas de contabilidad, y la reinvención de instituciones productivas cuya principal vocación no sea solo la mera eficacia (ignorando sus efectos sobre la naturaleza, el trabajo y la cohesión social), sino la satisfacción de las necesidades humanas con la obligación de respetar normas éticas. Si se consiguen niveles altos de movilización de la sociedad civil, ese cambio podría acelerarse, en la medida en que supone una alianza entre consumidores preocupados por la calidad de los productos, y trabajadores (así como sus representantes) preocupados por la calidad del trabajo, y, en las empresas, la ruptura con la teoría del valor para el accionista y la corporate governance. Tal vez supone además, como el jurista francés Adéodat Boissard sugirió en 1910, cuando se estaba redactando el primer Código del Trabajo, que – tal como sucedió con los tres tipos de regímenes políticos que aparecieron de forma sucesiva (el patriarcado, la monarquía y la democracia) ‒ otro tanto podría ocurrir con los tres tipos de regímenes económicos: al comunismo familiar del pasado y al régimen convencional de intercambios capitalistas desiguales de hoy, les sucedería un régimen de intercambios proporcionales o cooperativos, tal y como «se aplica de forma más o menos completa en las cooperativas de producción». Allí la forma más completa de compartir se realiza, o por lo menos se compatibiliza, mediante un régimen de empleo asalariado estabilizado, donde la representación de los trabajadores está garantizada en la misma medida que la de quienes aportan el capital.
[Este texto corresponde al capítulo 4 del Research Paper nº 18 de la OIT, que lleva por título “El futuro del trabajo: significado y valor del trabajo en Europa”. Se han omitido numerosas referencias bibliográficas dado el carácter divulgativo, no académico, de esta revista digital.
[En el anterior número de Pasos a la Izquierda, se publicó el capítulo 3 del mismo documento. Copyright © International Labour Office 2016 First published 2016]
[Traducción de Paco Rodríguez de Lecea. This translation was not created by the International Labour Office (ILO) and should not be considered an official ILO translation. The ILO is not responsible for the content or accuracy of this translation]
_________________