La violencia económica es una de las violencias de género más sutiles, a la vez que más paralizantes y enquistadas. El mantenimiento del poder en manos de los hombres es, en parte, porque poseen aquello considerado más valioso en una sociedad capitalista como la nuestra: el dinero.
Este tipo de violencia la sufrimos en diferentes ámbitos de nuestra vida (trabajo, familia, pareja…). Pero en un contexto en el que los afectos están muy presentes, en el que la carga emocional es mayor que en otros y en el que el mito del amor romántico hace tanta mella, es mucho más invisible el abuso y las mujeres nos vemos menos capaces de negociar.
En el marco de la violencia de género, la violencia económica es aquella que hace referencia a la desigualdad en el acceso a los recursos económicos que deberían ser compartidos entre el hombre y la mujer. Así, viene definida por el tipo de estratagemas que pone en práctica el agresor.
Este tipo de violencia puede cobrar varias formas, como la prohibición o disuasión de trabajar de forma remunerada, el control de los ingresos, la generación de deudas poniendo negocios a su nombre o haciéndole firmar documentos o préstamos, o la apropiación del salario que percibe la mujer con su trabajo.
También, no cumplir con la pensión de alimentos que la justicia ha determinado es un ejemplo de violencia económica muy frecuente, contrariamente a la creencia que se ha instaurado en el imaginario de que las mujeres, cuando se separan, les quitan el dinero a los hombres.
Otra forma frecuente de violencia económica es la explotación laboral. Y no pensemos únicamente en familias con pocos recursos económicos, sino que este tipo de violencia se da más a menudo de lo que pensamos en clases socioeconómicas medio-altas, en las que la mujer trabaja en el “negocio familiar” o “ayudándole” a él sin contrato o con un contrato por debajo de su categoría, sin percibir un salario porque con el ritmo de vida que le proporciona el hombre se tienen que dar por pagadas.
Esta violencia es muy difícil de identificar, sobretodo, cuando la mujer no sufre problemas económicos. Pero el estatus económico está totalmente ligado al estatus de él y no puede plantearse una salida de la relación sin que eso suponga una gran pérdida de calidad de vida. La explotación sexual estaría en el extremo, siendo una de las formas más graves de violencia económica. El objetivo es el mismo que con cualquier tipo de violencia: el control sobre la mujer, su sometimiento y la anulación de su libertad y autonomía.
Además de la violencia económica, existen unas consecuencias económicas de los diferentes tipos de violencias vividas. La violencia económica está presente, más allá del tipo de estratagema que el agresor utiliza, pues el empobrecimiento o la bajada de estatus socioeconómico es una consecuencia que observamos en la mayoría de los casos que atendemos y es una de las principales áreas que se deben tratar. Pues sin recuperarla, la mujer y sus hijas e hijos (si tiene) en muchos casos pasarán a ser dependientes de la administración pública y, por tanto, una vez más tendrán limitada su autonomía.
Las consecuencias de la violencia machista afectan a las diferentes esferas de la vida de las mujeres y de su entorno inmediato. Por lo tanto, habrá que tener en cuenta estas especificidades a la hora de plantear itinerarios y planes de trabajo con ellas para su empoderamiento económico.
Cada agresión impacta en una esfera vital de la mujer y directamente en su autoestima. Esto tiene un efecto directo en las esferas, laboral y formativa, haya o no violencia económica. Debido a las consecuencias de las violencias recibidas, la carrera profesional se ve afectada y la autopercepción de las competencias está totalmente distorsionada. El tiempo que puede dedicar a la carrera profesional, el espacio mental que le puede dar al trabajo, el rendimiento, el absentismo, la vulnerabilidad a sufrir otras violencias en el entorno laboral, etc son “pequeños” efectos de la violencia recibida y, gota a gota, van empequeñeciendo esta parte de la vida que en nuestra sociedad capitalista cobra tanta importancia: el entorno laboral y la posibilidad de ser autosuficiente económicamente.
Nuestras esferas vitales están totalmente interconectadas y, por lo tanto, lo que ocurre en una afecta a las otras. Llegadas a este punto parece inevitable pensar que hay que aumentar los esfuerzos y los recursos para proporcionarle a las mujeres que viven o han vivido violencia de género la posibilidad real de reparar el daño producido en la esfera laboral i/o formativa. ¿Cómo? Existe una parte que tiene que ver con el compromiso por parte de administraciones y ciudadanía, y con ello las empresas privadas, de garantizar el acceso a puestos de trabajo.
Esto es imprescindible y, además, tiene que ver con que el sistema asuma su responsabilidad en este problema estructural. Y la otra gran pata sería que las profesionales empezáramos a problematizar un modelo de intervención muchas veces lineal, donde el empoderamiento económico se aborda al final de un largo recorrido y que, a veces por obvio, acabamos tratándolo como algo residual.
No nos olvidemos de que la autonomía económica es básica en la recuperación de la violencia. El agresor sí lo sabe. Por eso pone mucho énfasis en acabar con dicha autonomía.